Aunque el cambio de paradigma que ha inaugurado nuestra era contemporánea suele tomar como referencias la caída del Muro de Berlín o los atentados del 11 de septiembre de 2001, creo que se ha prestado poca atención a un suceso que, en una aproximación a la clínica de la civilización tal como Freud la caracterizó en su célebre libro El malestar en la cultura[1] podríamos considerar un síntoma de la subjetividad mutante.
El 12 de febrero de 1993, Robert Thompson y Jon Venables, dos niños de Liverpool con tan solo 10 años de edad, secuestraron, torturaron y asesinaron a James Bulger, de dos años. La conmoción y la repercusión social fueron tremendas, y tomaron por sorpresa no solo a la opinión pública sino al propio sistema judicial británico, enfrentado a un caso sin precedentes. Debido a la minoría de edad de los asesinos, estos fueron juzgados bajo la denominación de "Niño A" y "Niño B", y condenados a prisión siguiendo medidas especiales de seguridad, cambio de identidad y estricto secreto, para evitar que sus nombres pudieran ser revelados.
La imposibilidad de hallar una motivación que diera cuenta de la monstruosidad cometida, el hecho de que las evaluaciones clínicas no arrojaran un diagnóstico claro y evidente, no puede menos que evocarnos las consideraciones que Hannah Arendt hizo acerca de la banalidad del mal en su célebre ensayo sobre Eichmann[2]. La tragedia del crimen puso de manifiesto algo nuevo. Si Auschwitz había echado definitivamente por tierra las falsas esperanzas puestas en la superioridad de la razón humana, mostrando el reverso oscuro de la modernidad ilustrada, el asesinato de James Bulger destrozó el último mito de Occidente, el de la inocencia infantil. No solo tuvimos que renunciar a toda idea de redención de la condición humana, sino que para colmo debimos aceptar que también los niños son capaces de acciones monstruosas y gratuitas, cuya desproporción excede cualquier posibilidad de atribuirles un sentido, incluso el más perverso que podamos imaginar. Fue el carácter abrumadoramente incomprensible de aquel suceso, sumado a la impotencia de sociólogos, psicólogos y expertos de toda clase para ofrecer una explicación convincente basada en el contexto socioeconómico, cultural y familiar de los niños, así como de sus respectivas biografías, lo que me autoriza a interpretar el crimen como el franqueamiento de un nuevo límite, la ruptura de una barrera moral que se creía inviolable. Por supuesto, estoy muy lejos de sugerir que hemos alcanzado un estado de la civilización en la que los niños se han convertido en potenciales asesinos. Tampoco me propongo emplear los instrumentos del psicoanálisis para establecer una hipótesis clínica sobre lo ocurrido, dado que no es ese mi interés respecto de este caso. Me importa destacar su estatuto sintomático, en tanto revelador del impulso alcanzado en nuestra época por la "desintrincación" pulsional, término que Freud empleaba para referirse a la ruptura de la inhibición que Eros puede ejercer sobre la acción devastadora de la pulsión de muerte[3] La sociedad líquida, postulada por Zygmunt Bauman como consecuencia del proceso histórico de globalización, tiene su correlato en el proceso de descomposición y declive de la función paterna, fenómeno con el cual el psicoanálisis condensa el derrumbamiento de la narratividad estructurada por los grandes ideales normativos, morales, religiosos e ideológicos, y sus efectos en el plano del sujeto. Se podría argumentar que el carácter excepcional del suceso de Liverpool le resta valor ilustrativo. Sin embargo, me reafirmo en mi hipótesis precisamente por la casi total ausencia de estudios posteriores sobre el caso. Esa aparente falta de interés lo convierte en algo que despierta una sospecha. Pareciera como si el atendible esfuerzo por "invisibilizar" a los actores, borrarlos de su existencia pública, se hubiese extendido a todas las disciplinas involucradas en un hecho de estas características (jurídicas, sociológicas, filosóficas, forenses), contribuyendo así a aumentar con el silencio la abrumadora dimensión de aquello que está en juego: la terrible desproporción entre un acto y la posibilidad de clasificarlo en el orden del discurso de la racionalidad. Si hasta entonces sabíamos que la infancia ha sido siempre –y continúa siendo– objeto de las mismas abominaciones que los seres humanos pueden ejercer sobre sus semejantes, sin importar la edad, el género o la condición; si éramos plena y tristemente conscientes de que el niño (como encarnación de un espacio sagrado en el que se procura salvaguardar la maltrecha y rebajada humanidad) es una figura histórico–cultural que se aniquila y se restablece según los vaivenes de esa misma historia y cultura, el crimen de Liverpool hace estallar en pedazos los últimos vestigios de un orden en el que creíamos que la dimensión ética de lo imposible conservaba aún una mínima garantía de supervivencia.
Si debiésemos resumir en una sola caracterización el principio que rige la modalidad actual del régimen capitalista (un sistema cuya variabilidad camaleónica le permite adoptar un asombroso abanico de formatos, desde el espíritu liberal a la pendiente totalitaria) deberíamos acentuar su tendencia a promover una perversión del ideal de la libertad como aceptación irrestricta de las prerrogativas del mercado. En beneficio de los objetivos supremos del capital se ha considerado necesario eliminar de manera progresiva y constante todos aquellos límites en los que se apoyaba el Estado Social, que durante algunas décadas se encargó de atenuar las penurias y precariedades de los estratos más débiles del sistema, y servir a la reconstrucción de una economía devastada por la Segunda Guerra Mundial. El desmantelamiento de esta estructura (una vez recompuesto en el período de posguerra el tejido económico y asegurado el terreno para acometer un expolio con renovada energía) y su reemplazo por una ingeniería social basada en la explotación calculada y extrema del desamparo del hombre, ha requerido del concurso de diversas fuerzas, necesarias para configurar una transformación del Zeitgeist que pudiese acompañar, consentir y convertirse incluso en un dócil aliado de la nueva doctrina. La disolución de las sociedades locales en la nube globalizada ha dado nacimiento a una era que por momentos parece augurar una amenaza inédita contra la condición humana, como si la acción de las fuerzas destructivas de la pulsión de muerte se acercase a su realización definitiva y final.
Este retrato de la sociedad no supone en modo alguno el modelo ingenuo de un poder autoconsciente, capaz de rediseñar de forma intencionada la nueva arquitectura socioeconómica. A pesar de que el poder no es una entidad abstracta, ya que está representado por personas, estructuras y organizaciones reales, al mismo tiempo reconocemos la acción autónoma de dinámicas que exceden la voluntad de sus supuestos actores, cuya libertad de movimiento, pese a su indiscutible magnitud, no es ni plena ni está exenta de los contragolpes de lo real.
La búsqueda de seguridad constituye una aspiración tan antigua como la humanidad misma. Toma su impulso de la incertidumbre y el desamparo originario del hombre, cuyo sentido existencial carece de un fundamento predeterminado. Esta debilidad ontológica hace del ser hablante una criatura atormentada por la indeterminación, vulnerable al sentimiento cósmico de lo inconmensurable e imprevisible. Hallamos allí las raíces que han dado origen a la avidez de referentes identificatorios y al surgimiento de representaciones religiosas e ideológicas capaces de inyectar sentido en lo real de un mundo que al sujeto se le presenta habitado por toda suerte de peligros. Esas amenazas fueron claramente formuladas por Freud en su libro Das Unbehagen in der Kultur, donde se clasifican las tres grandes fuentes de los miedos humanos: los que provienen de las fuerzas de la naturaleza, los generados por el vínculo social, y los que se originan en el sentimiento de fragilidad corporal. En ese sentido, el temor de Dios ha supuesto una extraordinaria conquista sublimatoria y una enorme ventaja, al condensar en una sola fuente los innumerables temores que asaltan a los seres humanos.[4]
Durante siglos, la vulnerabilidad existencial del hombre ha sido parcialmente aliviada por los distintos órdenes narrativos construidos desde el poder político y religioso, que han jugado simultáneamente con "el terror y la esperanza"[5]. El Soberano (terrenal o divino) y el Esclavo sellaron un pacto en virtud del cual el primero encarnaba el terror cuya fuente resultaba ahora localizable y creadora de lazos de obediencia y fidelidad, mientras el segundo alienaba su existencia a cambio de la esperanza de protección, fundamentalmente aquella protección derivada de la creencia en la omnipotencia y la omnisapiencia del primero. En el capricho de Dios o del Amo, los súbditos podían concentrar la insensata aleatoriedad de la existencia y reconvertirla en un argumento coherente, un orden relativamente reglado capaz de exorcizar el pavoroso sentimiento de desamparo ante la incertidumbre y la precariedad de la vida. Pese a su terrible desproporción, el trueque de libertad a cambio de una supuesta seguridad constituyó uno de los más sólidos contratos sociales de la historia, más o menos intacto hasta la revolución ilustrada, que trajo consigo el ideal de una fraternidad de la razón humana en lucha contra la manipulación de los fantasmas primigenios. Pero si el proyecto ilustrado se basaba en la promesa de hacernos salir de la caverna y del cautiverio de las falsas representaciones, muy pronto la humanidad asistiría a la Restauración de la oscuridad promovida por el capitalismo, que de la mano de la revolución industrial inició el camino hacia el imperio de la sociedad tecnológica bajo cuyo régimen actualmente vivimos, y que vuelve a agitar la falacia mayor de la seguridad como instrumento de dominación política.
El comunismo representó la nueva promesa de felicidad elaborada por una sociedad artificialmente diseñada según los criterios de una racionalidad "limpia" de toda impureza ideológica. Como todo higienismo social –y en consonancia con el proyecto nacionalsocialista– el proceso de purificación solo podía obtenerse a partir de la eliminación de todos los obstáculos que interferían en la conquista del objetivo final. El credo comunista, al igual que el milenarismo nazi, constituyeron la encarnación del superyó sanguinario que prometía el mito de la patria a cambio de la muerte definitiva del deseo. Si en sus sucesivas fases el orden capitalista ha demostrado hasta ahora ser inmune a todos los experimentos sociales de emancipación, es debido a su aguda percepción de los mecanismos inconscientes que rigen la subjetividad humana y a su capacidad para ponerlos a su servicio. En buena medida, el capitalismo debe su larga vida y capacidad de constante regeneración al hecho de haber captado que la naturaleza humana no se sustenta meramente en las necesidades que aseguran su supervivencia, sino que está íntimamente asociada a un régimen de satisfacción que no responde a la lógica del primum vivere. Para decirlo de un modo irónico, pero que responde a una realidad de la que es imposible desentenderse, no solo de pan vive el hombre, sino también de aquellos objetos en los que vemos realizarse la extraordinaria comprensión clínica del sujeto de la que Marx hizo gala en su análisis del fetichismo de la mercancía. El crecimiento ilimitado que forma parte del credo del mercado actual es totalmente tributario del carácter imposible de la satisfacción del deseo, tal como solo la experiencia de lo inconsciente puede atestiguarlo. Que el deseo sea en su más íntima esencia "deseo de deseo", no es algo que debamos atribuir a la acción del discurso capitalista. Por el contrario, dicho discurso no sabría sostener su hegemonía de no emplear las propiedades del deseo inconsciente como soporte fundamental de sus imperativos. Dado que la causa del deseo se origina en una pérdida inaugural conceptualizada por Freud bajo el término de experiencia de satisfacción[6], el deseo como tal está prometido a una búsqueda incesante destinada al reencuentro imposible con la parte separada del ser, consecuencia forzosa de la alienación al orden de la palabra y el lenguaje.
La seguridad se convierte en la moneda de cambio de una época en la que la inconsistencia del Otro simbólico se experimenta con una crudeza y una brutalidad extremas. Bajo el imperio de la modernidad actual, la fatídica combinación de desamparo psíquico y social ha conocido una expresión inédita, toda vez que el sujeto se halla ahora despojado de los relatos que alguna vez supieron ofrecerle la razón de su existencia, por más penosa que ella fuese. Millones de personas carecen hoy en día de la más mínima póliza moral que les confiera un lugar en el mundo. Para colmo, su marginalidad, su pertenencia a una extraterritorialidad que no forma parte del espacio social real ni virtual, los convierte en portadores de una extrañeza propicia para encarnar esa alteridad que todo conjunto humano requiere para simultáneamente depositar el mal y de ese modo adquirir una falsa consistencia. El crecimiento de los movimientos populistas y nacionalistas en los Estados Unidos y en Europa, agitando las inmemoriales banderas de la inseguridad económica y existencial, es la consecuencia directa del despojamiento que la globalización y el flujo incontrolable del capital (con su correlato de cotas de desigualdad nunca antes conocidas) han producido. Los mismos poderes que han condenado a millones de habitantes del planeta a la experiencia crónica de la incertidumbre, se valen de los pregoneros y predicadores de la seguridad como valor supremo a garantizar. Los discursos políticos se han convertido en concursos donde los candidatos exhiben sus promesas de tolerancia cero hacia todos aquellos factores que ponen en riesgo la seguridad de los ciudadanos, cuidándose muy bien de mantener ocultas las verdaderas causas de la inseguridad que padecen y desviando el foco hacia factores extrínsecos. La función primordial de la política contemporánea es la manipulación calculada de las diversas figuras del Otro para que cumplan la función expiatoria de los males provocados por los agentes que gestionan el Discurso del Amo. Todo aquel que aspire a consolidar su liderazgo en la obscenidad de la carrera política debe saber conectar con los terrores primigenios de las masas y convencerlas de que sacrifiquen su libertad al becerro de la seguridad. Para ello habrá de redirigir la angustia y el resentimiento del pueblo hacia los enemigos imaginarios, alejándolo así de los verdaderos causantes de la desdicha. La mentira, convertida en el arma política por excelencia, es tan vieja como el hombre, pero encuentra una potencia renovada gracias a las tecnologías que permiten sembrar la desinformación y la mistificación a la velocidad de la luz. La noción misma de verdad pierde toda consistencia, dado que ya no hay instancias ni instituciones capaces de oponerse a la facultad de construir relatos falsos y acomodaticios, o de ejercer al menos un mínimo control. En las redes sociales, ni siquiera se requieren sujetos reales para sembrar el odio. Los bots también pueden encargarse de esa tarea.
¿Pero acaso la incertidumbre y la desprotección ontológica no han existido siempre? ¿No hemos dicho que son intrínsecas a la condición humana? ¿Por qué hacer entonces de ellas una clave para descifrar el derrotero del discurso contemporáneo?
Una de las diferencias fundamentales es que la incertidumbre ha dejado de ser una penuria que se procura derrotar, o al menos disimular. Por el contrario, ha adquirido una forma fenoménica nueva, acompañada por un cortejo de significantes que le dan justificación y legitimidad: flexibilidad, autonomía, tercerización, discontinuidad. La precariedad se convierte así en la nueva virtud de la modernidad, en tanto se le supone un estímulo saludable para la reinvención personal, para la superación autobiográfica de los "desafíos" del sistema, una fuente de energía para estimular el crecimiento personal y el fitness necesarios en la carrera por la supervivencia del más fuerte. A la luz de este espíritu actual, el estado de bienestar (o lo poco que de él subsiste) es visto como un narcótico, una fórmula que solo ha servido para crear generaciones de sujetos poco aptos para la lucha, moralmente débiles en la conquista de los ideales socioeconómicos, inclinados a la autocompasión y adictos a la mendicidad hacia el Estado.
Aunque sin duda no es nuestra intención establecer un nexo causal, conviene destacar hasta qué punto la tecnología de redes sociales ha contribuido a forjar este modelo de identidad adaptativa, en la que se refuerzan todos los rasgos y valores del individualismo de alto rendimiento. La paradoja de las redes sociales es la creación de un simulacro de sociedad, una falsa comunidad, una prédica del "compartir" que es en verdad una acción puramente mecánica y vacía de todo contenido auténtico. El triunfador moderno es ahora quien consiente en declinar toda expectativa basada en la solidaridad, el bien común, o la empatía, enfatizando por el contrario el espíritu de combate en la conquista de una supuesta seguridad personal y autónoma. Las redes sociales son su instrumento para satisfacer la dosis de exhibicionismo adecuada a los fines de una exitosa y competitiva promoción del yo. Desde esta perspectiva, cabe preguntarse si la moda que se ha iniciado en la última década, consistente en que los protagonistas de numerosas novelas, películas y series de televisión sean hombres y mujeres autistas, no constituye la metáfora de una subjetividad funcional, caracterizada por el aislamiento, la desconexión afectiva, y la capacidad de rendimiento múltiple a la vez que mecánico.
El aumento exponencial de adeptos a la ideología de la seguridad es directamente proporcional al crecimiento de la incertidumbre social y económica que, de forma deliberada, se esconde tras el lucrativo negocio de hacer visibles los peligros externos que nos amenazan (terrorismo, inmigración) y de los que nuestros gobiernos habrán de protegernos. Dicha ideología no solo no ha disminuido un ápice el sentimiento de indefensión, sino que ha instalado la sospecha, la desconfianza y el principio de "sálvese quien pueda" como reacción defensiva.
No hay nada más propicio que el vacío para facilitar el surgimiento de innumerables servidumbres, tantas como amos estén dispuestos a satisfacerlas. La salvación, el rescate, ya no se esperan de las acciones políticas, sino que se promueven como voluntad individual: que cada uno funde su propio relato, se asuma como artífice de su destino, se convierta en el promotor de sí mismo, busque la salida en sus posibilidades personales y abandone toda confianza y expectativa en las respuestas sociales y colectivas.
El reverso de este vacío es la plenitud, la creencia neoliberal en la multiplicación infinita del producto. Es la plenitud aportada por superabundancia de las cosas, un exceso que se permite incluso ser compatible con la pobreza: en aquellos lugares donde falta de todo, pueden sobrar las armas, las drogas, los teléfonos móviles.
El sujeto se mueve entre el vacío y la plenitud, sin advertir que son equivalentes. La plenitud es, en definitiva, la revelación del vacío en la época contemporánea.
No es que vivamos ahora en una incertidumbre mayor de la que subyace a la existencia desde siempre, solo que la pandemia ha intervenido como un reactivo que ha desatado una crudeza indisimulada, y al mismo tiempo ese sentimiento se convierte en el rehén de una nueva forma de explotación, una ideología que tras la disolución de las representaciones políticas tradicionales ha venido a llenar el vacío como una idea soberana y rectora universal: la seguridad. Paradoja de nuestra época, en la que la incertidumbre generalizada es manipulada mediante el concepto supremo de la seguridad. Una seguridad que el COVID ha echado por tierra, pese a todas las voces que preanunciaban lo que estaba por suceder y que fueron desoídas por quienes deberían haber tomado buena nota.
El capitalismo, frente a los anteriores y coexistentes experimentos políticos, ha sido señalado por distintos autores[7] como un sistema que se caracteriza por producir identidades débiles, identificaciones no demasiado definidas. Por el contrario, los regímenes totalitarios, nacionalistas, tribales, tienen en común el hecho de propiciar identificaciones fuertes, monolíticas, que aseguran por un lado la cohesión social, y que por otro facilitan el dominio de la masa. En la incertidumbre y la falta de fundamento ontológico que caracteriza al ser humano, la tiranía encuentra un terreno favorable donde germinar. El tirano, el dictador, son figuras que cautivan por la solidez con la que transmiten una épica, elevan una promesa, y trazan un camino de salvación. No disimulan ninguna de sus perversiones, se burlan de las leyes, se erigen en amos de sí mismos y de todos, y ello gracias a su extraordinaria habilidad para fabricar historias, cuentos que gustan a la gente, porque conmueven los arquetipos colectivos con los que las sociedades tejen sus sueños. Frente a un mundo donde todo se desdibuja, donde los bordes de la realidad se vuelven neblinosos, el Nuevo Príncipe representa la virtud de lo claro, lo preciso y lo carente de toda ambigüedad. Defiende los valores más reaccionarios, pero que poseen la ventaja de proporcionar referentes tangibles en una época en donde la vida se descompone hasta el infinito en el infinito deslizamiento de las redes sociales. Vuelven los amos, los tiranos, los reyezuelos. Ya no es necesaria ninguna revolución especial para imponerlos.
Frente al descrédito de lo político y la progresiva retirada de los mecanismos estatales de rescate social, la ciudadanía se organiza de manera fragmentaria, alrededor de rasgos que permiten la formación de colectivos de autogestión, protección recíproca y búsqueda de reconocimiento. La descomposición de las ideologías tradicionales ha abierto la posibilidad de nuevas formas de existencia, ha multiplicado en muchos casos las fórmulas identitarias, permitiendo que los seres humanos no solo se agrupen en torno a los ideales normativos como antaño, sino también en función de sus síntomas, es decir, de aquellas particularidades que se alejan del modelo universal. Ya se trate de rasgos de la vida sexual, de la salud física o mental, lo cierto es que el mundo conoce en la actualidad un crecimiento exponencial de mecanismos grupales destinados a aliviar la soledad y la exclusión.
Cualquier cosa puede transformarse en un anzuelo que el sujeto, perdido en un mundo sin deseo, muerde con el propósito de llenar su vacío y disimular ante sí mismo su propia desorientación. Si existe un goce en el ejercicio del poder, también lo hay en dejarse esclavizar, en someterse al dictado de una doctrina, de una moda, de un objeto de culto, o de cualquier otra representación a la que le conferimos el poder de conducirnos. No habría amo si no hubiese esclavo dispuesto a dejarse someter, ahorrándose así el enfrentamiento con su propio deseo.
Una reflexión honesta y despojada del victimismo que contamina el pensamiento social, no puede dejar de contemplar esta "dicha de la pasividad" y reconocerla como un funesto pero eficaz ingrediente al servicio de la explotación y el mantenimiento de la gran cadena de la producción y el enriquecimiento ilimitado. Cada uno debe hacerse cargo de su propia dicha perversa, de su propia ignorancia, de su propia cobardía moral. No es suficiente con asumir una posición de denuncia. El mal no se agota en los agentes externos que nos atormentan. Existe también dentro de nosotros mismos, y se convierte en el mejor aliado de un sistema que se perpetúa con la complicidad de todos. Desde luego, no se trata de promover un discurso del ascetismo, de la renuncia a los bienes, ni de un retorno bucólico a la naturaleza, discurso que constituye una de las tantas diversiones que el capitalismo asume como perfectamente compatible con sus propósitos. De eso también puede hacerse una industria. Se trata más bien de despertar del vano narcisismo de la felicidad, de emplear la técnica al servicio de la vida, y no al revés, de sobreponerse a la tentación del hedonismo perpetuo, a la impostura de la plenitud. Ese es el sentido ético de la cura, entendida no desde la perspectiva médica que procura devolvernos a la normalidad sino, por el contrario, como reencuentro con nuestra diferencia absoluta, con lo que se aparta de la norma, con lo que no hace masa ni totalidad, con lo que se sustrae a la inercia del discurso corriente, ese discurso que corre en dirección de la banalidad, de la estupidez, de la debilidad moral. Reencuentro con lo que nos hace excepcionales, sin que de ello se derive una excepción ni un privilegio, ni una justificación para rechazar toda deuda. Solo así, liberados del espejismo fabricado por la connivencia entre nuestros sueños infantiles y los profetas que anuncian su realización, estaremos en condiciones de abrir mejor los ojos al mundo que nos rodea, de leer entre las líneas de los mensajes que nos atraviesan, de no sucumbir a la tentación de buscar en una nueva y oscura autoridad salvadora la redención de los males que se precipitan cuando las noticias nos anuncian que la vida ha dejado de ser una fiesta.
Una de las consecuencias más notables de la pandemia de COVID19 es haber traído a la luz un complejo de fuerzas políticas, sociales, económicas que en tiempos menos críticos permanecen más veladas. En esta ocasión querría poner el acento en la psicosis y en el papel no menor que juega en la deriva actual del capitalismo.
La categoría de psicosis ordinaria propuesta por Jacques-Alain Miller[8] ha demostrado una fecundidad no solo clínica sino también útil para el análisis del estado actual de la civilización. Las redes sociales son sin duda patrimonio de todos, pero constituyen un espacio particularmente propicio para alojar el discurso del psicótico ordinario. Como sabemos, la psicosis ordinaria es una variante clínica que gracias a un anudamiento supletorio logra una funcionalidad bastante adaptada al discurso corriente. No falta en ella el núcleo delirante, por lo general perfectamente localizable por la escucha analítica, y que permanece latente, sin expansiones notables. En muchos de esos casos, la ausencia de un desarrollo ideativo estructurado les permite establecer un lazo social entre ellos que se organiza alrededor de un contenido delirante compartido. El ejemplo de los terraplanistas es bien elocuente. La creencia delirante no funciona de modo individual, sino que actúa como amalgama que reúne a los sujetos en una comunidad donde se reconocen mutuamente, conquistan una suerte de insignia que los nomina y con la cual consiguen encontrar un modo de colectivizar el síntoma de suplencia. La clínica no recoge casos de delirios individuales sobre la tierra plana. Aunque un psicótico puede haberse constituido como el "caso cero" –el "inventor" del delirio– resulta más interesante formular una secuencia lógica en la que el delirio antecede a sus seguidores. Se trata de una construcción narrativa hecha conforme a las leyes de la paranoia, las que permiten reenviar al campo del Otro el goce que retorna por el agujero de la forclusión. Dicha construcción tiene un estatuto semejante al mito, que logra dar sentido a lo real primario, posee una virtud explicativa que permite localizar el mal, o procura despertar las conciencias adormecidas o hipnotizadas por la acción de fuerzas manipuladoras. A partir de la circulación social del delirio, actualmente favorecida por el efecto multiplicador de las redes, los sujetos psicóticos –y en particular aquellos que responden clínicamente a la forma ordinaria– enlazan la singularidad de su posición subjetiva a la universalidad de la creencia delirante que ya está "editada" en el discurso que corre por la aletosfera. Dicho enlace posee la ventaja de dar mayor credibilidad a la idea nuclear, reforzada por el sentimiento de pertenencia a una religio, en el sentido originario del término latino religare, unir fuertemente. Esos lazos delirantes han existido siempre, pero es indudable que el paradigma contemporáneo caracterizado por la decadencia del Nombre del Padre los ha pluralizado de forma notoria. Vale la pena aclarar que las teorías delirantes encuentran además un número incalculable de fieles que no podrían ser considerados clínicamente psicóticos, habida cuenta de que la condición delirante no es un rasgo intrínsecamente mórbido, o en todo caso responde a la locura esencial de la lengua y sus efectos en el cuerpo.
Desde la perspectiva que el psicoanálisis nos ofrece, que ese estímulo puede también partir de una minoría cohesionada por una teoría delirante. La débil y borrosa línea que separa la verdad fáctica de la opinión, así como la falta de todo rasgo de autoevidencia en los hechos, que siempre pueden haber sucedido de otra manera, se manifiestan en la posibilidad de que la historia puede reescribirse delante de los ojos de quienes han sido sus testigos directos. No existe hecho alguno que no pueda ser negado o pasado por alto, lo cual representa en el plano político la expresión de la fuerza con la que la creencia delirante se impone en el sujeto psicótico. La verdad como construcción ficcional está presente en la raíz de toda acción política, que por definición se apoya en la mentira como instrumento fundamental de movilización. La novedad actual es que la mentira ya no posee un reverso, que su desenmascaramiento no cambia absolutamente nada, ni trae consecuencia alguna, en la medida en que la creencia es capaz de sobrevivir a cualquier desmentido.
Las ideas delirantes no poseen una relación intrínseca con las ideas políticas. La psicosis es una modalidad del ser que atraviesa todo el espectro ideológico, y sin embargo es imposible pasar por alto el hecho de que las creencias delirantes que alcanzan una posición de fuerza en el discurso social y que conquistan un grado importante de adherentes y difusores acaban por encontrar una entusiasta acogida en las ideologías de derecha y ultraderecha. Se plantea allí un interesante anudamiento entre psicosis, teoría delirante e ideología política.
La pandemia del COVID19 es la primera a escala global que se produce desde la aparición de la World Wide Web en la historia. Esta circunstancia no puede dejarse de lado en el análisis de lo ocurrido y las consecuencias a medio y largo plazo, puesto que internet es la red en la que indefectiblemente estamos todos confinados, sin posibilidad alguna de concebir un espacio exterior a ella. El virus, y los que vendrán, constituye el mejor ejemplo del devastador retorno del goce que el parlêtre ha diseminado sobre la tierra. Si el hombre es indisociable del desecho que produce, si el desecho es finalmente lo más real del hombre, aquello a lo que identifica hasta el extremo de producirlo a escala industrial como pudo verse en el Holocausto, esta identificación ha sido reforzada y multiplicada al infinito por la acción de la fabricación a escala inhumana de los objetos técnicos. Que sean la prolongación de la voz y la mirada es su aspecto inmediato y manifiesto. Su reverso, realizado en el flujo imparable de basura que tapiza la superficie el planeta, es sin duda el excremento.
La desconfianza en la ciencia, la increencia, cuya expresión más notoria es la negación por parte de colectivos de derecha y ultraderecha de la existencia misma del virus, ha acompañado el desarrollo de la pandemia. Trump es tal vez el mejor ejemplo donde apreciar la interconexión entre psicosis y política. Un sujeto psicótico que descree por completo en la verdad de la ciencia, en nombre de su propia intuición, y que consigue cautivar a millones de psicóticos ordinarios y extraordinarios (y tantos otros que no lo son desde el punto de vista clínico) mediante la afirmación de que la ciencia constituye una amenaza contra la libertad. Sabemos que el argumento libertario es favorito entre los movimientos de ultraderecha, que rechazan violentamente la legitimidad del significante amo y obedecen al saber del líder.
Aunque los psicoanalistas no acostumbramos a anticipar los efectos de lo real en la subjetividad y por ende en los lazos sociales, algunos fenómenos que ya se observan como resultado de la expansión planetaria de la pandemia nos permiten aventurar unas pocas ideas. Ideas sin duda provisionales, puesto que siguiendo a Freud reconocemos que el trauma se realiza en dos tiempos: el instante de ver, y el momento de concluir. Falta, en el medio, el tiempo de comprender. En otros términos: un trauma es el impacto de un real sinsentido, que en un segundo momento precipita un efecto sintomático variable. Entre el primer tiempo y el efecto resultante, lo que caracteriza al trauma es el congelamiento del proceso de comprensión, cuya reapertura exige con frecuencia una intervención clínica. Por lo tanto, debemos aguardar los efectos residuales en el sujeto y el lazo social dejados por el coronavirus, y contentarnos con aventurar algunas posibilidades que deberán reafirmarse o retractarse a la vista de la evolución en los próximos años.
Los instrumentos telemáticos, que en las últimas décadas han demostrado sus ventajas y sus peligros, se han convertido en un complemento cada vez mayor de la vida cotidiana. Enormes masas de energía laboral se han trasladado al espacio virtual. El denominado "teletrabajo", tan deseado y solicitado por los trabajadores, se ha impuesto por las circunstancias inéditas de la pandemia. Poco tiempo después, los empleadores descubrieron sus ventajas, que aprovecharon para extender esa fórmula una vez pasada la crisis sanitaria. La gente trabaja mucho más en sus casas, está permanentemente conectada, localizable, y disponible las veinticuatro horas. Se evitan gastos de locales, se ahorra en bonos de restauración y gastos varios derivados del mantenimiento de las oficinas clásicas. A los trabajadores, que imaginaban el trabajo en casa como la posibilidad de disfrutar de mayor libertad horaria y un ahorro de tiempo de traslado, se les borra la sonrisa al comprobar el grado de alienación al que esta modalidad los empuja, y la sensación de claustrofobia que supone la inexistencia de un mínimo borde que separa la vida pública o laboral de la vida privada. Por otra parte, el aislamiento social del teletrabajo pone trabas importantes al agrupamiento sindical, lo cual redunda en beneficio de las empresas que están particularmente interesadas en obstaculizar esa clase de asociaciones.
En el ámbito educacional, la experiencia ha sido improvisada, por el carácter sorpresivo de la crisis (que habría podido no ser tan disruptiva si las autoridades en todo el mundo hubiesen hecho caso de las advertencias). Se han implementado formas diversas de suplir la asistencia a las aulas, y es probable que a la luz de lo sucedido la enseñanza mediante instrumentos virtuales pueda incorporarse como parte de los métodos de formación. No puede sustituir los beneficios indiscutibles que supone el encuentro real entre el enseñante y el alumno. La transmisión del saber no opera mediante un simple traslado de información. Implica una relación particular entre quienes enseñan y quienes aprenden, una relación que incluye aspectos íntimos y en la que confluyen fuerzas transferenciales que son de gran importancia. No solo se aprende por absorción de un saber. El amor y los ideales, la satisfacción inconsciente que se obtiene del acto sublimatorio, no pueden reemplazarse tan sencillamente por funciones robóticas, del mismo modo que la medicina por video conferencia solo puede tener sentido como una primera toma de contacto con el paciente. No obstante, reconozcamos las ventajas que podrán suponer para aquellas comunidades que están social y geográficamente apartadas, y que dotadas de los medios necesarios tendrán la posibilidad de acceder a una enseñanza continua.
El hábitat virtual, como lo comprobamos por la progresiva extensión del metaverso y sus múltiples aplicaciones, va confiscando cada vez más el terreno de la vida presencial. Es muy difícil hacer una predicción de hasta qué punto los seres hablantes podremos prescindir progresivamente de la presencia sensible y del contacto real. Los avances en materia de Inteligencia Artificial y Realidad Virtual anticipan un futuro donde las experiencias sensoriales inducidas y creadas por medios telemáticos nos permitirán visitar ciudades, bañarnos en el mar, recorrer museos, con una sensación de realidad absolutamente convincente. De hecho, y aunque se trata de un sistema que seguramente nos resultará obsoleto dentro de no mucho tiempo, ya existe toda una variedad de encuentros sexuales mediante videoconferencias. La plataforma Zoom, que de la noche a la mañana vio multiplicado su uso por millones de personas, trabaja frenéticamente para introducir formas que impidan la realización de orgías telemáticas, al parecer una moda que se ha disparado como consecuencia del confinamiento. ¿El cuerpo virtual, incluso en su realismo más logrado, habrá de sustituir al presencial? ¿Será ese el sueño de una humanidad desinfectada y libre de contagios?
Lo curioso, lo maravilloso, lo verdaderamente apasionante, es que muchas personas, incluso en el siglo XXI, prefieran confiarse a las incertidumbres de esta terapéutica en lugar de apostar por las otras, las que se consumen como cualquier otro producto del mercado actual, como un objeto que se adquiere para remediar en vano la castración.
La castración. De eso, nadie quiere saber nada. A través de las formas más variadas, el discurso contemporáneo exalta las virtudes de una época en la que el sujeto está cada vez más próximo a la tierra prometida, al paraíso al alcance de la mano, a la democratización del goce, a la prolongación de la vida, a la definitiva evitación del dolor, al derecho a las satisfacciones inmediatas y a la perpetua novedad. El psicoanálisis no se opone a nada de eso. Oponerse, cuestionar la dirección de la historia, procurar el rescate de los valores que poco a poco se transforman, no es asunto del psicoanálisis. Para eso existen las religiones. Y cuando algunas personas formulan a la ligera el juicio de que el psicoanálisis es una forma de religión, no hacen más que demostrar que no han comprendido una palabra, ni sobre el psicoanálisis ni sobre la religión. La religión no tiene que preocuparse por nada. Ha ganado su batalla, la ha ganado para siempre, porque no hubo ni habrá jamás ningún período de la historia que se libre del oscurantismo, ni siquiera el actual, tan moderno y avalado por la racionalidad científica. Y la religión representa eso, la necesidad humana de mantenerse parcialmente sumergidos en la oscuridad.
Por ese motivo, porque el psicoanálisis no es la religión, a pesar de compartir con ella ese indeciso dominio llamado espiritualidad, no está en su mano ni en su propósito promover un discurso moral sobre todo aquello que en la modernidad sirve de coartada para ocultarle al sujeto la castración. El psicoanálisis no es un método de denuncia, ni un juicio moral, ni una forma de filosofía o de psicología. Se limita a recibir a aquel que dice tener un síntoma, y si lo dice será porque lo tiene, y si lo tiene no se valorará su medida, su objetividad o su importancia. Ningún método puede pretender una objetivación del sufrimiento, salvo el método de dejar hablar al que lo padece, y acompañarlo en el derrotero de su verdad.
Los analistas lacanianos no queremos adaptarnos, ni reciclarnos, ni renunciar a los principios que rigen nuestra cura, porque esos principios son innegociables, en tanto son parte de la trama fundamental del psicoanálisis, sin los cuales la práctica analítica no sólo pierde su forma, sino también su esencia, su sentido, su especificidad, o lo que es aún peor, su ética.
El siglo XXI, en lo que respecta al psicoanálisis, es el siglo en el que ya nadie se asombra de oír hablar del inconsciente, ni de la sexualidad infantil, ni del complejo de Edipo, ni de la decadencia de la imago paterna, ni de la pulsión de muerte. El siglo XXI es seguramente el siglo en el que todo saber podrá admitirse, por la sencilla razón de que a nadie le importará lo más mínimo. Sólo importarán las cifras, las cuentas, las fórmulas que nos muestren cuánto cuesta erradicar una fobia, disolver una obsesión, o acallar un delirio. Seguramente estamos derrotados de antemano, porque si se trata de abaratar costos, el psicoanálisis siempre saldrá perdiendo. El psicoanálisis no hace rebajas ni descuentos, apuesta por el deseo a pura pérdida, y no reembolsa al sujeto la satisfacción con la que sueña.
El mundo contemporáneo fuerza a los sujetos a buscar soluciones biográficas a los problemas sistémicos. Podemos ubicar aquí una forma inequívoca de violencia, porque es perfectamente claro que esta exigencia es irrealizable, ya que las políticas de vida no pueden resolver las contradicciones del sistema. He aquí una de las tantas manifestaciones de la crueldad ejercida por el superyó contemporáneo, cuya raíz debemos situar en la observación hecha por Lacan a propósito del discurso capitalista: una modalidad del discurso en el que se ha logrado traspasar el límite de la impotencia entre la producción del plus de gozar y la verdad del sujeto como castración.
La perspectiva histórica muestra los signos de una subjetividad que se desentiende de manera progresiva de su relación al inconsciente, en beneficio de un cientificismo que alienta diversas modalidades de la forclusión. Sería un error creer que nuestra batalla consiste en oponernos a los avances de la ciencia y de la técnica, que cambiarán definitivamente el concepto mismo de humanidad. Ni siquiera debemos sentirnos autorizados a señalar lo que en nuestra época pudiésemos considerar como formas sintomáticas. Es la voz del discurso analizante la que debe señalarlas, para que el psicoanálisis pueda ofrecerse como un modo alternativo de abordar el malestar en la cultura, más allá de la biologización y la medicalización generalizadas. Y es decisivo que asumamos nuestra función despojados de toda esperanza, puesto que ni siquiera Lacan omitió que nuestra causa es una causa perdida, que la humanidad habrá de curarse del psicoanálisis, y que la religión –en su acepción más estricta de creencia en el sentido– habrá de triunfar. Ello, no obstante, no nos exime de cumplir con nuestro deber ético de militar en la causa del inconsciente.
El psicoanalista debe permanecer sensible al horizonte de su época, no para camuflarse con el discurso reinante, ni para adecuarse a las circunstancias que marcan los tiempos, sino para encarnar el síntoma, lo que hace obstáculo al discurso del amo, lo que descompleta la ilusión de la conciencia actual, lo que reintroduce la impotencia entre el objeto de goce y el sujeto. Debemos tener presente que en esta labor no estamos completamente solos, a pesar del rechazo del que somos objeto por parte de los académicos y los intelectuales omnisapientes. Son muchas las personas que confían en el método analítico, porque no creen en la felicidad a ciegas, ni en la filosofía del triunfo social, ni en las fórmulas sugestivas, ni en los directores espirituales, ni en los libros de autoayuda. Son muchas las personas que rechazan la moral del victimismo y que están dispuestas a asumir la responsabilidad que les toca en el desorden del que se quejan, según la célebre expresión que Lacan extrajo de Hegel. Son muchas las personas que no buscan la normalidad sino la varieté, la variedad de la verdad, y que prefieren encontrarla en su propio discurso antes que en la cháchara de los profetas mediáticos. Esas personas forman parte del porvenir del psicoanálisis.
Ambos planos son convergentes y se reclaman el uno al otro. Un analista solitario corre el riesgo de escamotear su castración, y una institución que no se apoyara en la experiencia clínica sólo serviría para reproducir una palabra vacía.
El porvenir del psicoanálisis reside fundamentalmente en la formación de los futuros analistas, y para ello es preciso sostener y transmitir a los postulantes el paso inexcusable por una estructura que comprende el análisis personal, la supervisión y el estudio de los textos. En particular debemos insistir que el análisis personal es una experiencia prolongada, y que de la profundidad a la que se llegue dependerá la solvencia y la eficacia para llevar adelante una cura. Freud fue inflexible en este punto, y Lacan dedicó toda su obra a investigar los distintos modos en que dicha profundidad podía ser teorizada.
La formación analítica debe afinar sus instrumentos apuntando mucho más a las actuales configuraciones del síntoma. Eso no significa que nuestro discurso no se haga presente en ciertos debates en donde las reglas del juego contemplen el respeto. Pero no olvidemos que nuestra principal fuerza reside en la intimidad del acto de la palabra y la escucha, en el arte de hacerse objeto para la transferencia del sujeto, en la suspensión del juicio crítico, moral o pedagógico, en la desidentificación de los significantes del amo, el maestro, el director de conciencia o el sanador de almas. En suma, nuestra fuerza debe seguir concentrándose en aquello que nos ha permitido ofrecer al sujeto que sufre un lugar donde la obra de su vida encuentre una forma ética de ser interrogada. |